· Capítulo XI ·
Máximas para conocer el corazón sencillo, humilde y verdadero
99. Aliéntate a ser humilde, abrazando las tribulaciones como instrumento de tu bien. Alégrate en el desprecio y desea que sólo Dios sea tu único refugio, amparo y consuelo. Ninguno, por grande que sea en este mundo, es más de aquello que fuere en los ojos de Dios, y así el verdadero humilde desprecia todo cuanto hay, hasta a sí mismo, y sólo en Dios tiene su reposo y descanso.
100. El verdadero humilde sufre con quietud y paciencia los trabajos interiores, y éste en poco tiempo camina mucho, como el que navega con viento en popa.
101. El verdadero humilde halla a Dios en todas las cosas, y así todo lo que le sucede de desprecio, injuria y afrenta por medio de las criaturas lo recibe con gran paz y quietud interior, como enviado de la divina mano, y ama sumamente al instrumento con el cual le prueba el Señor.
102. No ha llegado a tener humildad profunda el que se complace en la alabanza, aunque no la desee ni la busque, y aunque huya de ella, porque al corazón humilde las alabanzas le son amargas cruces, aunque en todo se está quieto e inmoble.
103. No tiene humildad interior el que no se aborrece a sí mismo con un mortal odio, pero pacífico y quieto. No llegará jamás a alcanzar este tesoro el que no tuviere un bajo y profundísimo conocimiento de su vileza, de su hediondez y miseria.
104. El que se excusa y replica no tiene corazón sencillo y humilde, especialmente si es con los superiores, porque las réplicas nacen de la secreta soberbia que reina en el alma, y de ésta la total ruina.
105. La porfía supone poco rendimiento y éste menos humildad, y ambas a dos son fomento de inquietud, discordia y turbación.
106. Al humilde corazón no le inquietan las imperfecciones, aunque le traspasen el alma de dolor, puramente por ser contra su amoroso Señor. A éste no le turba tampoco el no poder hacer cosas grandes porque siempre se está en su nada y su miseria; antes bien, se admira de sí mismo cuando hace alguna cosa de virtud, y luego da las gracias al Señor con un verdadero conocimiento de que es sólo su Majestad el que lo hace todo, y de sí queda en cuanto obra descontento.
107. El verdadero humilde, aunque lo ve todo, no mira nada para juzgarlo, porque sólo de sí juzga mal.
108. El verdadero humilde siempre halla excusa para defender al que le mortifica, por lo menos en la sana intención. ¿Quién se enojará pues con el bien intencionado?
109. Tanto y más desagrada a Dios la falsa humildad como la verdadera soberbia, porque aquélla es también hipocresía.
110. El verdadero humilde, aunque le sucedan todas las cosas al revés, ni se inquieta ni se aflige, porque le coge prevenido y le parece que ni aún eso merece. Este no se inquieta en los molestos pensamientos con que el demonio le atormenta, ni en las tentaciones, tribulaciones y desolaciones; antes bien, se reconoce indigno y lo tiene a gran consuelo que el Señor le atormente por el demonio, aunque tan vil instrumento, y, todo lo que padece le parece nada, ni hace jamás cosa que juzgue merece se haga caso de ella.
111. El que ha llegado a la perfecta e interior humildad, aunque no se inquieta de nada, como se aborrece por conocer en todo su imperfección, su ingratitud y miseria, padece gran cruz en sufrirse a sí mismo. Esta es la señal para conocer la verdadera humildad del corazón; pero esta dichosa alma que ha llegado a este santo odio de sí misma vive anegada, abismada y sumergida en su nada, de donde la eleva el Señor para comunicarle la divina sabiduría y hacerla rica de luz, de paz, de tranquilidad y amor.
Guía Espiritual de Miguel de Molinos, Libro III, Capítulo XI