· Guía Espiritual · Libro III · Capítulo VII ·


                                                · Capítulo VII ·

La interior mortificación y perfecta resignación son necesarias para alcanzar la interior paz


62. La más sutil saeta que nos tira la naturaleza es inducirnos a lo ilícito, con pretexto de necesario y provechoso. ¡Oh, cuántas almas se han dejado llevar y han perdido el espíritu por este dorado engaño! No gustarás jamás del delicioso maná, quod nema nocet nisi qui accipit (Apoc. 2), si no te vences perfectamente hasta morir en ti misma; porque el que no procura morir a sus pasiones no está bien dispuesto para recibir el don de entendimiento, sin cuya infusión es imposible que entre en la introversión y se mude en el espíritu, y así los que están fuera viven sin él.
63. Resígnate y niégate en todo, que aunque la verdadera negación de sí mismo es áspera a los principios, es fácil en medio y al fin es suavísima. Conocerás que estás muy lejos de la perfección si no hallas a Dios en todas las cosas. El puro, perfecto y esencial amor sabrás que consiste en la cruz, en la voluntaria negación y resignación, en la perfecta humildad, pobreza de espíritu y desprecio de ti misma.
64. En el tiempo de la rigurosa tentación, desamparo y desolación importa entrarte y estarte en lo íntimo de tu centro, para que sólo mires y contemples a Dios, que tiene su trono y quietud en el fondo del alma. La impaciencia y amargura de corazón experimentarás que nacen del fondo del amor sensible, vacío y poco mortificado. Conócese el verdadero amor y sus efectos cuando el alma se humilla profundamente y quiere verdaderamente ser mortificada y menospreciada.
65. Muchos hay que, aunque se han dado a la oración, no gustan de Dios, porque en saliendo de la oración ni se mortifican ni atienden más a Dios. Es necesario para alcanzar la pacífica y continua atención gran pureza de intención de corazón, grande paz de alma y total resignación. A los sencillos y mortificados les es muerte la recreación de los sentidos; nunca van a ella sino forzados, por necesidad y edificación del prójimo.
66. El fondo de nuestra alma sabrás que es el asiento de nuestra felicidad. Allí nos manifiesta el divino Señor las maravillas. Allí nos engolfamos y perdemos en el mar inmenso de su infinita bondad, en quien quedamos estables e inmobles. Allí, la inefable fruición de nuestra alma y la eminente y amorosa quietud. El alma humilde y resignada que llegó a este fondo ya no busca sino el agrado puro de Dios, y el divino y amoroso espíritu la enseña todas las cosas con su suave y vivifica unción.
67. Entre los santos se hallan algunos gigantes que continuamente padecen con tolerancia los achaques del cuerpo, de los cuales tiene Dios mucho cuidado. Pero es alto y supremo don el de aquellos que por la fortaleza del Santo Espíritu toleran con resignación y paciencia las cruces interiores y exteriores. Este es aquel género de santidad tan raro como precioso delante de los ojos de Dios. Son raros los espirituales que van por este camino, porque son pocos en el mundo los que totalmente se nieguen a sí mismos para seguir a Cristo crucificado, con sencillez y desnudez de espíritu, por los desiertos y espinosos caminos de la cruz, sin hacer de sí mismos reflexión.
68. La vida negada es sobre todos los milagros de los santos; ni conoce si es viva o muerta, si perdida o ganada, si consiente o resiste, porque a nada puede hacer reflexión: ésta es la vida resignada y la verdadera. Pero aunque en mucho tiempo no llegues a este estado y te parezca no has dado un paso, no por eso desmayes, que lo que se le ha negado a una alma en muchos años suele Dios dárselo en un punto.
69. El que desea padecer a ciegas, sin consuelo de Dios ni de criaturas, tiene mucho andado para resistir a las injustas acusaciones que contra él hacen los enemigos, aun en la más tremenda e interior desolación.
70. El espiritual que vive para Dios y en Dios, en medio de las adversidades del cuerpo y del alma está interiormente contento, porque la cruz y la aflicción son su vida y sus delicias. La tribulación es un gran tesoro con el cual honra Dios en esta vida a los suyos; por eso los hombres malos son para los buenos necesarios, y también los demonios que por solicitar nuestra ruina nos afligen, y en vez de mal nos hacen el mayor bien que se puede imaginar. Para que la vida humana sea a Dios acepta no puede estar sin la tribulación, así como el cuerpo sin el alma, el alma sin la gracia y la tierra sin el sol. Con el viento de la tribulación separa Dios en la era del alma la arista del grano.
71. Cuando Dios crucifica en lo íntimo del alma, no puede ninguna criatura consolarla, antes bien los consuelos le son graves y amargas cruces. Y si está bien instruida en las leyes y disciplinas de los caminos del amor puro, en el tiempo de las grandes desolaciones y trabajos interiores no debe ni podrá buscar fuera el consuelo en las criaturas ni lamentarse con ellas; ni podrá leer libros espirituales, porque éste es un oculto modo de apartarse del padecer.
72. Ten lástima a las almas que no se les puede persuadir que es el mayor bien la tribulación y el padecer. Los perfectos siempre han de desear morir y padecer; siempre muriendo y siempre padeciendo. Es vano el hombre que no padece, porque nació para trabajar y padecer, y mucho más los amigos y escogidos de Dios.
73. Desengáñate que para llegar el alma a la total transformación con Dios es necesario que se pierda y niegue a su vivir, sentir, saber, poder y morir; viviendo y no viviendo; muriendo y no muriendo; padeciendo y no padeciendo; resignándose y no resignándose, sin hacer a nada reflexión.
74. La perfección en sus secuaces no recibe sus esplendores sino por el fuego, martirios, dolores, tormentos, penas y desprecios de buena gana sufridos y el que desea ver siempre dónde pone el pie para descansar y no traspasa la región de la razón y del sentido, no entrará jamás al retrete secreto de la ciencia mística, aunque leyendo guste y saboree por afuera su inteligencia.

                                                                                       Guía Espiritual de Miguel de Molinos, Libro III, Capítulo VII