· Capítulo II ·
Prosigue lo mismo
8. Hay una gran ventaja en tener maestro en el camino místico a servirse de los espirituales libros, porque el maestro práctico dice a su tiempo lo que se debe hacer y en el libro se leerá aquello que menos convendrá, y de esa manera falta el documento necesario. Hácense también con los libros místicos muchas aprensiones falsas, pareciéndole al alma tener lo que de verdad no tiene y estar más adelante en el estado místico de lo que ha llegado, de donde nacen muchos perjuicios y riesgos.
9. Es cierto que la lección frecuente de los libros místicos que no se funda en luz práctica, sino en pura especulativa, hace más mal que bien, porque confunde a las almas en vez de alumbrarlas, y las llena de noticias discursivas que embarazan sumamente, porque aunque son noticias de luz, entran por afuera y embotan las potencias en vez de vaciarlas para que Dios las llene de sí mismo. Muchos leen continuamente en estos libros especulativos por no quererse sujetar a quien les puede dar luz de que no les conviene semejante lección, porque es cierto que si se sujetan y la guía tiene experiencia, no lo permitirá, y entonces se aprovecharían y no se cuidarían de leerlos, como lo hacen las almas que se sujetan, que tienen luz y se aprovechan. Con que se infiere ser de grande quietud y seguridad el tener una guía experimentada, que gobierne y enseñe con luz actual para no ser engañada del demonio y de su propio juicio y parecer. Pero no por esto se condena la lección de los espirituales libros en general, porque aquí se habla en particular con las almas puramente internas y místicas, para quienes se ha escrito este libro.
10. Todos los santos y maestros místicos confiesan que la seguridad de un alma mística consiste en rendirse muy de corazón a su padre espiritual, comunicándole cuanto pasa en su interior. Para prueba de esta verdad referiré unas palabras que dijo el Señor a Doña Marina de Escobar. Refiérese en su vida que estando enferma preguntó al Señor si callaría y dejaría de dar cuenta al padre espiritual de las cosas extraordinarias que pasaban por su alma, por no cansarse y ocupar al padre espiritual. Respondió el Señor «que no sería bien no dar cuenta al padre espiritual por tres razones. La primera porque así como el oro se purifica en el crisol, y así como de las piedras se conoce el valor tocándolas en el contraste, así el alma se purifica y descubre su valor tocándola el ministro de Dios. La segunda porque convenía, para no errar, que las cosas se gobernasen por el orden que su Majestad ha enseñado en su Iglesia, Sagrada Escritura y doctrina de los santos. La tercera porque no se encubran, sino que sean manifiestas a su Iglesia, las misericordias que su Majestad hace a sus siervos y a las almas puras, para que así se animen los fieles a servir a su Dios y él sea en ellos glorificado» (Lib. 1, cap. 20, parto 1, 2).
11. En el mismo lugar dice las siguientes palabras: «En la conformidad de esta verdad, como mi confesor cayese enfermo y me mandase que a la persona con quien me confesaba entretanto no le diese cuenta de todas las cosas que por mí pasaban, sino de algunas con prudencia, quejéme a nuestro Señor de no tener con quien comunicar mis cosas, y respondióme su Majestad: Ya tienes uno que suple las faltas de tu confesor, dile todo lo que pasa por ti. Respondí luego: no, Señor; eso no, Señor. ¿Porqué?(dijo el Señor). Porque mi confesor me manda que no le dé cuenta de todo, y tengo de obedecerle. Dijome su Majestad: Contento me has dado en esa respuesta, y por oírtela decir te dije lo que oíste; hazlo así, pero bien puedes darle cuenta de algunas cosas, como él mismo te dijo».
12. Es también muy del intento lo que refiere Santa Teresa de sí misma: Siempre (dice la Santa) que el Señor me mandaba alguna cosa, si el confesor mandaba otra, me tornaba el Señor a decir que obedeciese al confesor; después su Majestad le volvía, para que me lo tornase a mandar (Vida, lib. 2, cap. 26). Esta es la sana y verdadera doctrina, pues asegura a las almas y desvanece las diabólicas astucias.
Guía Espiritual de Miguel de Molinos, Libro II, Capítulo II